Desahogos, pensamientos, vivencias... lo que pasa por mi mente a un solo paso.

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sábado, 2 de abril de 2011

UN DÍA VIVIENDO ENTRE CACHIVACHES

El tiempo estos días anda muy escaso. Así que, para no dejar mi blog en el olvido, escogí este texto escrito el semestre pasado. 


Se lo dedico totalmente a un profesor, Enrique Ramírez Capello, que nos impulsó día a día a superarnos. 

"LEER, LEER, ESCRIBIR, ESCRIBIR, CORREGIR, CORREGIR... VIVIR, VIVIR"

------------------------------------------------------------------------------ por María Jesús Pérez B.

A las ocho de la mañana estaba la citación para reunirnos frente a la entrada del Teatro de la Universidad de Chile, a pasos del metro Baquedano. Poco a poco los alumnos fuimos llegando al lugar de encuentro. Ya habían aparecido casi todos, por lo que decidimos caminar al departamento del profesor. Había oído que tenía cachivaches de todo tipo, pero nunca pensé que era tanto. Tras subir cuatro pisos, nos encontramos cara a cara con la puerta de entrada. En ella, una pequeña placa dorada nos decía inmediatamente dónde estábamos: Enrique Ramírez Capello, periodista.
Al entrar la sorpresa fue mayor, no había espacio sin rellenar: muñecos de colección, cuadros, pinturas, adornos, entre otros. La casa del profesor era un verdadero museo. Pero las cosas no se ubicaban al azar, cada lugar de aquel departamento tenía un tema determinado: por ejemplo, había un pequeño pasillo que daba acceso a las habitaciones y el baño, que estaba rodeado de payasos de todos los materiales  y formatos posibles: marionetas, cuadros, muñecos y máscaras. Unos más amigables, otros bastante aterradores. Aún no imagino pasar por aquel sector en plena noche, sin un rayo de luz que alumbrara el camino. Los bufones, payasos y arlequines eran de temer. Pero no todo causaba esa sensación, otro cuarto complemente diferente captó mi atención: la pieza inspirada en Pablo Neruda. Al acercarse a la entrada se observaba un gran cartel blanco con la frase: La Sebastiana, Valparaíso. Una vez dentro, el panorama era cautivador. Varios cuadros con el rostro de este poeta rodeaban la pequeña sala. En una esquina, una antigua máquina de escribir, un algo gastada, oxidada y desarmada por los pasos de los años, adornaba el lugar. Elevando la vista, un océano con unas coloridas tortugas complementaban la temática marina. Girando la cabeza, en otro pequeño sector, al lado de la puerta que daba al baño de servicio, se encontraba una caricatura del profesor con Neruda. Una sonrisa salió de mi rostro. Fue como recordar el museo de Pablo Neruda en Isla Negra. Seguí recorriendo habitación tras habitación. Parecía una niña sumergida en un mundo de fantasía, por donde mirase encontraba algo. Volví al salón principal, su techo estaba bañado por unas ramas de un árbol que circulaban por toda la cubierta, mezclándose con unos pájaros de diversos colores. En la mesita de centro, galleteros de variados diseños ocupaban el espacio. Lo acompañaban unos carruseles con melodías infantiles, entre ellos, sonaba una música navideña. Atrás, cuadros con motivos religiosos tapizaban la pared y, en un extremo del living, unas grandes matrioskas rusas, de fuertes tonalidades rosadas y rojas, alegraban el entorno.

No existía el aburrimiento en esta morada, con sólo entrar un acogedor aura te invadía, la conversación también contribuía a la causa. Reunidos en el comedor, el diálogo y la abundante comida amenizaron el sabroso desayuno. La mesa con panes amasados, jugos, pasteles, leche y donuts era el centro de la charla. Incluso unas estatuas de Chaplin y Neruda nos acompañaban. No había forma de no sentirse a gusto ahí. Pero, como todo cuento de hadas, la hora del término estaba acercándose. Las once de la mañana dieron la campanada final. Fuimos despidiéndonos del profesor, sin antes agradecerle la entretenida mañana. Era hora de volver a la realidad, las calles de gris cemento comenzaron a aparecer. El ruido de automóviles y buses que circulaban por Plaza Italia terminaron con el sueño. La rutina universitaria había vuelto.

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